Hace un tiempo perdí a un ser querido, la siguiente carta de un amigo sacerdote me ayudo a comprender la vida un poco más.
Querido Amigo,
Perdona la demora en contestarte, ya sabes que aquí las cosas a veces son complicadas. Sentí mucho la pérdida de esa persona tan querida para ti.
Es curioso sentir como las circunstancias que nos rodean (“yo soy yo y mis circunstancias”) a veces se nos presentan como algo manejable mientras que al poco tiempo se convierten en barreras que nos superan.
Recuerdo que en Cuzco había en la vieja casona donde habitábamos con los chicos, un patio trasero que de noche, a todos los niños aterrorizaba, pues decían que se escuchaban ruidos, aparecidos, condenados... Ninguno se atrevía a atravesarlo. En ese patio se encontraba la panadería y cada vez que en la noche enviaba a alguien a por el pan, nadie quería ir. Era yo entonces el que acompañaba a alguno de los niños, que me cogía de la mano y entonces sí que entraba sin miedo al depósito. Yo le decía entonces “¿ves como no pasa nada?” El silencio solía ser la respuesta, hasta que un día, Juan Carlo, entonces de apenas 10 años, me iluminó: “Padre, es que no es lo mismo si tú me coges de la mano...” Entonces comprendí claramente que no son las circunstancias en sí mismas las que nos asustan, sino nuestra propia soledad y pequeñez ante ellas. A veces podemos auto convencernos de que nosotros podemos afrontar todo, que somos “lo máximo”, pero tarde o temprano, ante la cruda realidad, la ilusión se derrumba y nos encontramos de nuevo con un Yo empequeñecido ante unas circunstancias que parecen aplastarnos. Por eso, como los niños ante el “patio hostil”, buscamos lo único que de verdad puede valer: una mano cálida que nos de seguridad. Este interno, a sus diez años, la encontró en mi. Pero cuando vamos creciendo, quizás nos encontramos con que no cualquier mano vale. Yo mi “seguridad” la he encontrado en una mano llagada, perforada por “las heridas del amor”, como escribía tan bellamente Oscar Wilde en ese cuento, posiblemente el más hermoso que leí en mi infancia, “El gigante egoísta” (si no lo conoces, consíguelo en Internet y léelo, Johnny, es precioso). Esa mano es la que me da seguridad, cariño, amor. También a veces siento la tentación de soltarme y “vivir mi vida, ser yo mismo, adulto de una vez por todas”. Y me suelto. Pero pronto descubro que “no es bueno que el hombre esté solo”, y que esa mano no coarta mi libertad ni me impide madurar, mas bien completa mis propias carencias haciéndome uno con el Uno. Creo que ese y no otro debe ser el grado máximo de madurez. Descubrir que efectivamente, no somos nada, pero que estamos llamados a ser Todo.
Por eso te aconsejo que en los momentos difíciles, también busques tú esa mano de Jesús y te aferres a ella. Los problemas no cambiarán ni desaparecerán, pero ya no estarás tú solo frente a ellos.
Bueno, Johnny, sabes que cada día rezo por ti. Tú tampoco me olvides, pues necesito mucho tu ayuda y oraciones. No es fácil hacer lo que hago, y a veces tengo miedo de no poder ayudar a tantos que cuentan conmigo. Permanezcamos pues unidos en la oración.